En un contexto en el que simular titulaciones o atribuirse cualificaciones sin respaldo real se ha convertido en una práctica tolerada —e incluso validada mediáticamente—, asistimos a una patología cultural que erosiona la confianza social y pone en riesgo a la ciudadanía. Frente a esta deriva, los colegios profesionales representan un dique institucional de verificación, ética y habilitación real. Este artículo analiza las implicaciones jurídicas, éticas y sociales del fenómeno, con especial atención a los casos detectados en el ámbito de las Ciencias de la Actividad Física y del Deporte.
En las últimas semanas, los titulares de prensa y los debates en redes sociales han girado en torno a un tema que, lejos de ser anecdótico o personal, tiene profundas implicaciones éticas, jurídicas e institucionales: la atribución indebida de títulos académicos y profesionales por parte de responsables públicos. Lo que comenzó como una polémica vinculada al ámbito político ha revelado una realidad más amplia y preocupante: la falta de verificación sistemática en la esfera pública, la fragilidad del control institucional y la banalización del valor de los títulos oficiales.
En muchos casos, no se trata de falsificaciones burdas ni de titulaciones ficticias en sentido estricto. A menudo nos encontramos con formas más sutiles de simulación, como inflar un currículum, omitir matices esenciales o permitir que terceros (medios, instituciones, empresas) atribuyan cualificaciones inexistentes sin desmentirlo. Este fenómeno, que podríamos denominar "prestigio simulado", no solo erosiona la confianza pública, sino que perjudica a quienes sí han recorrido los caminos formativos exigidos y cumplen con los requisitos legales y deontológicos para ejercer profesionalmente.
La cuestión de fondo que plantea este escenario no es si hay que perseguir a quienes han cometido estos actos, sino por qué hemos llegado a una situación en la que falsificar, simular o adornar un currículum resulta rentable. ¿Qué ha ocurrido para que tantas personas accedan a posiciones de confianza, influencia o responsabilidad sin que se haya comprobado si dicen la verdad? ¿Cómo es posible que una credencial académica —que debería ser sinónimo de garantía y transparencia— se haya convertido en una etiqueta susceptible de manipulación sin apenas consecuencias?
Este debate no puede dejarse en manos del sensacionalismo mediático ni del ruido de las redes sociales. Es momento de reivindicar el valor público del título oficial, de los colegios profesionales y de la veracidad verificable. Porque cuando se simula una cualificación, se pone en riesgo no solo la integridad del sistema, sino la salud, la educación, la seguridad y el bienestar de quienes confían en quienes se presentan como profesionales cualificados.
Este artículo quiere contribuir a esa reflexión colectiva. No para castigar errores pasados, sino para proponer una cultura del rigor, de la responsabilidad y de la transparencia. Una cultura que nos devuelva la confianza en que, detrás de cada título, hay esfuerzo real, competencia demostrada y servicio ético a la sociedad.
¿QUÉ SIGNIFICA REALMENTE TENER UN TÍTULO?
En un contexto de creciente confusión social, hablar de títulos parece, en ocasiones, hablar de adornos biográficos. Pero tener un título no es simplemente poder decir que se tiene: implica haber superado un proceso formalmente regulado de aprendizaje, evaluación y certificación, bajo estándares de calidad fijados por el sistema educativo y reconocidos por el ordenamiento jurídico. No se trata de una cuestión de prestigio, sino de garantía.
Un título no es una descripción ni una autoevaluación: es un documento oficial, resultado de un procedimiento reglado, con valor jurídico y administrativo. En el caso de los títulos universitarios en España, están regulados por el Real Decreto 822/2021 y deben estar inscritos en el Registro de Universidades, Centros y Títulos (RUCT). Su emisión solo puede realizarla una universidad autorizada y validada por el Ministerio competente.
Un error frecuente —y, en algunos casos, una simulación intencionada— es confundir la tenencia del título académico con la habilitación para ejercer una profesión. Tener un título académico no implica, por sí solo, estar habilitado para ejercer una profesión regulada. Para entenderlo con claridad, pensemos en dos casos muy conocidos: una persona puede haber terminado el Grado en Derecho, pero no podrá ejercer como abogada o abogado sin haber superado el Máster de Acceso a la Abogacía y la evaluación estatal correspondiente. Del mismo modo, quien finaliza el Grado en Medicina no puede ejercer como médica o médico especialista sin haber superado el MIR.
Además, incluso si se han cumplido todos los requisitos formales, una persona puede no estar habilitada para ejercer si ha sido sancionada éticamente, por ejemplo, mediante la inhabilitación profesional impuesta por su colegio oficial tras haber infringido el código deontológico. En esos casos, aunque conserve su título académico, no puede presentarse legalmente como profesional en ejercicio. Es decir, la colegiación no es un trámite decorativo, sino un mecanismo de control y protección de la ciudadanía.
Finalmente, el título es también un compromiso público entre quien lo ostenta y quienes confían en su competencia profesional. Es, por tanto, una forma de contrato social: la sociedad acepta que ciertas personas actúen con autoridad profesional sobre otras, siempre y cuando lo hagan desde una base académica, legal y ética acreditada. Romper ese pacto —simulando, exagerando o mintiendo— debilita la confianza en todo el sistema profesional.
EL MARCO JURÍDICO: ¿CUÁNDO SE INCURRE EN DELITO?
Simular que se posee un título académico o profesional puede parecer, en ocasiones, una exageración sin mayores consecuencias. Sin embargo, el ordenamiento jurídico español sí contempla diferentes tipos de responsabilidad ante estas situaciones. Ahora bien, no todo comportamiento engañoso es un delito penal, y por eso conviene distinguir con claridad los distintos escenarios posibles.
CUANDO SE FINGE TENER UN TÍTULO… ¿ES DELITO? | La figura penal más conocida en estos casos es el delito de intrusismo, regulado en el artículo 403 del Código Penal. Este delito se produce cuando una persona ejerce actos propios de una profesión sin tener el título oficial que la habilita legalmente para ello. Además, esto también implica cuando esa persona se presenta públicamente como profesional —por ejemplo, en una página web, en entrevistas o en redes sociales—, o lo hace en un local que se anuncia como centro profesional. Pero hay que ser precisos: el simple hecho de decir que se tiene un título no siempre es delito. La clave está en si con esa afirmación se induce a error, se presta un servicio, se intenta obtener un beneficio, o se pone en riesgo a otras personas.
¿Y SI SE UTILIZA UN DOCUMENTO FALSO? | En ese caso, la cosa cambia. El uso de títulos universitarios falsificados, certificados de colegiación que no existen o documentos manipulados, sí constituye un delito de falsedad documental. Esta conducta es grave en sí misma, aunque no se llegue a ejercer la profesión. La falsificación no requiere grandes artificios: basta con presentar un PDF manipulado, una captura de pantalla alterada o un documento que diga lo que no es.
Y SI NO HAY DELITO… ¿QUEDA IMPUNE? | No. Aunque no siempre estemos ante un delito penal, sí puede existir responsabilidad administrativa o civil, sobre todo en lo relativo a la protección de las personas consumidoras y usuarias, o a la competencia leal entre profesionales. En este sentido, hay dos leyes que resultan fundamentales:
La Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Esta ley (Real Decreto Legislativo 1/2007) protege a la ciudadanía frente a prácticas que puedan inducir a error en la contratación de productos o servicios. Presentarse como profesional cualificado sin serlo, o hacerlo con una titulación que no se posee, puede considerarse una práctica desleal o engañosa. Por ejemplo, si una persona anuncia servicios de entrenamiento personal “avalados por un título universitario” que en realidad no tiene, o se presenta como “especialista en salud y ejercicio físico” sin la formación requerida, está infringiendo el derecho de las personas usuarias a recibir información veraz y suficiente para decidir con libertad y seguridad. Esta infracción puede ser perseguida por las autoridades de consumo autonómicas, y conlleva sanciones económicas, responsabilidad por daños y, en algunos casos, clausura del servicio.
La Ley de Competencia Desleal. La Ley 3/1991, de Competencia Desleal, prohíbe expresamente la atribución de cualidades o méritos que no se poseen, cuando esa conducta falsea la competencia entre empresas o profesionales. Esto es especialmente relevante en sectores donde la formación específica representa una ventaja competitiva: si alguien se presenta como titulado universitario o como especialista en ejercicio físico para personas con patologías sin tener cualificaciones adecuadas para ello, no solo engaña a quien contrata el servicio, sino que perjudica a quienes sí han invertido años y recursos en formarse legalmente. En este caso, la infracción puede ser perseguida en vía civil, por quienes se ven perjudicados.
¿Y SI NADIE VIGILA O SUPERVISA? | Aquí reside el verdadero problema. Muchos de estos casos pasan desapercibidos porque no hay procedimientos sistemáticos de verificación, ni denuncias por parte de las personas afectadas, ni conciencia suficiente del daño que provocan. Atribuirse una titulación no solo vulnera derechos individuales. También socava la base misma del sistema profesional. Si quien engaña sale indemne, y quien cumple las normas no recibe ningún reconocimiento adicional, se desincentiva la formación rigurosa y se premia la impostura. El Derecho ofrece herramientas para actuar, pero también requiere que la sociedad se implique: verificando, denunciando y, sobre todo, dando valor a la verdad y a la preparación real.
EL MARCO ÉTICO: POR QUÉ NO TODO LO LEGAL ES LEGÍTIMO
Incluso en aquellos casos en que simular una titulación o presentarse como profesional sin serlo no constituye delito ni infracción administrativa clara, existe un problema ético de fondo: el engaño, aunque no sea punible, sigue siendo un quebranto del principio de honestidad que debe regir toda relación profesional.
Una sociedad basada en la confianza —y la nuestra lo debería ser, desde la atención médica hasta la educación, pasando por la justicia o el deporte— no puede permitir que los méritos se simulen ni que el reconocimiento se suplante. Lo que está en juego no es solo la reputación de una persona, sino la credibilidad de todo un sistema profesional que descansa sobre el valor de la competencia adquirida mediante esfuerzo, formación reglada y compromiso deontológico.
EL PAPEL DE LOS COLEGIOS PROFESIONALES: GARANTÍA PÚBLICA DE COMPETENCIA Y HABILITACIÓN
En un entorno en el que cualquier persona puede crear una página web, abrir perfiles en redes sociales o diseñar una imagen profesional en apenas unos clics, la ciudadanía necesita referencias públicas, fiables y verificables para saber quién está verdaderamente cualificado y habilitado para ejercer una profesión. Esa es, precisamente, una de las razones de ser de los colegios profesionales: actuar como mecanismos de control público de la titulación, la habilitación y el comportamiento ético de quienes ejercen una profesión.
Se trata de corporaciones de derecho público, lo que significa que ejercen funciones delegadas por la Administración y deben velar por el interés general, no solo por el interés de sus personas colegiadas. Entre esas funciones públicas destacan:
Comprobar que quien se inscribe tiene el título requerido.
Garantizar que está habilitado/a para ejercer (es decir, que no está inhabilitado/a, que acepta el código deontológico y que cumple los requisitos vigentes).
Llevar un censo público que pueda ser consultado por la ciudadanía.
Ejercer funciones disciplinarias si se produce una infracción ética o profesional.
En suma, los colegios ofrecen a la sociedad una garantía de verdad profesional, accesible, trazable y sujeta a responsabilidad. Pero esa verdad va más allá de tener o no tener un título, como se ha indicado antes. La ciudadanía tiene derecho no solo a ser atendida por alguien formado, sino por alguien responsable, sujeto a control y comprometido con buenas prácticas. Por eso los colegios no son meras “asociaciones”, sino instituciones con una función pública delegada que permite evitar el intrusismo, proteger a las personas usuarias y actuar disciplinariamente cuando hay mala praxis.
No siempre se ha explicado bien el valor de la colegiación a la ciudadanía. A menudo se percibe como un requisito burocrático, o incluso como un privilegio gremial. Pero lo cierto es que el colegio profesional es, por definición, el espacio institucional que garantiza que quien se presenta como profesional realmente lo es.
En este sentido, resulta llamativo que los medios de comunicación, las empresas, los partidos políticos y las instituciones no utilicen los censos públicos de colegiación como herramientas básicas de verificación. Antes de presentar a alguien como “profesional del deporte”, “educador físico deportivo”, “médico”, “psicóloga” o “abogado”, bastaría con consultar el censo colegial correspondiente. Si no aparece, la responsabilidad de haber difundido una atribución indebida no es solo de quien la protagoniza, sino también de quien no la contrastó.
Un sistema sin colegios sería un sistema sin garantías, sin régimen sancionador, sin principios éticos comunes y sin canales de verificación. Por eso, ante la actual confusión sobre títulos, atribuciones y cualificaciones, revalorizar el papel de los colegios profesionales no es un gesto corporativo, sino una necesidad democrática.
EL CASO DE LAS CIENCIAS DE LA ACTIVIDAD FÍSICA Y DEL DEPORTE: CONFUSIONES, SIMULACIONES Y RIESGOS
La profesión de las educadoras y educadores físico deportivos (denominación proyectiva según la DF6ª de la Ley 39/2022, de 30 de diciembre, del Deporte, de la profesión titulada y colegiada de los Licenciados en Educación Física y en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte) no es ajena a las dinámicas sociales que banalizan la formación reglada y distorsionan el valor de los títulos. En el entorno mediático, laboral e institucional proliferan ejemplos en los que se atribuyen cualificaciones universitarias que no se poseen, ya sea mediante formulaciones ambiguas, omisiones interesadas o simulaciones directas.
Un caso frecuente es el de personas tituladas en Formación Profesional de Grado Superior (como TAFAD, TSAF o TSEAS) que se presentan como si fueran graduadas universitarias, utilizando expresiones como «Grado en Educación Física» o «Grado en Actividad Física». Aunque su formación pertenezca a la familia profesional de las actividades físicas y deportivas, no equivale académica ni profesionalmente al Grado universitario en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte (CAFyD). La confusión se agrava porque hasta 1993, la Licenciatura en CAFyD se denominaba oficialmente Licenciatura en Educación Física, lo que otorga verosimilitud a formulaciones que en realidad no tienen base jurídica.
También se observa cómo personas con el título de Diplomado en Magisterio con especialidad en Educación Física o Graduado en Educación Primaria con mención en Educación Física se presentan como diplomadas o graduadas en Educación Física, sin aclarar que su titulación es en Magisterio y no específica del ámbito de las CAFyD. Esta ambigüedad es aún más problemática si se tiene en cuenta que durante años coexistió con Magisterio una Diplomatura en Educación Física, que suponía los tres primeros años de la antigua Licenciatura en Educación Física. La omisión de estos matices favorece equívocos en la ciudadanía, en quienes contratan y en los medios.
No faltan, además, intentos de acceso a puestos de trabajo simulando tener el título universitario en CAFyD sin haberlo cursado. Algunas de estas situaciones han sido objeto de procedimientos judiciales, en los que se constata cómo personas se atribuyen públicamente el Grado o la Licenciatura para acceder a empleos o reconocimientos, sin disponer del correspondiente título oficial.
Otro fenómeno llamativo es el uso del título de “doctor” en contextos que inducen a error. Resulta especialmente preocupante la situación de personas tituladas en otras disciplinas —como nutrición, fisioterapia, psicología o medicina— que cursan un doctorado en programas de Ciencias de la Actividad Física y del Deporte y pasan a presentarse como si fueran profesionales de las CAFyD. Cursar un doctorado en un programa de CAFyD no equivale a tener el título universitario de Grado en CAFyD, que es el que estructura la base competencial de las educadoras y educadores físico deportivos. Esta confusión, fomentada a menudo de forma pasiva, daña tanto al colectivo profesional como a la ciudadanía, que pierde capacidad de distinguir entre quien está cualificado para intervenir y quien simplemente investiga en un área vinculada.
También hay profesionales de las CAFyD que, tras haber realizado un doctorado en un programa del ámbito de la salud, se presentan como “doctores en medicina”, sin precisar su formación previa. Es importante recordar que, en España, el título de doctor o doctora no habilita para el ejercicio de ninguna profesión, sino que acredita un nivel de cualificación académico con carácter investigador otorgado por una universidad, con independencia del ámbito del programa. Su obtención es un requisito para determinados puestos (como la docencia universitaria o la investigación pública), pero no sustituye en ningún caso al título profesional habilitante cuando éste sea exigido.
Estas prácticas no son meros errores puntuales. Reflejan una cultura en la que los títulos se instrumentalizan, el lenguaje se manipula y la verificación se omite. En un sector tan vinculado a la salud, la educación y la seguridad física de las personas, estas distorsiones no solo erosionan la credibilidad profesional, sino que ponen en riesgo los derechos de las personas consumidoras y usuarias.
MEDIOS, INSTITUCIONES Y EMPRESAS: CORRESPONSABILIDAD EN LA LEGITIMACIÓN DE LO FALSO
Buena parte del problema no reside exclusivamente en quien simula o permite que se sobreentiendan cualificaciones que no tiene, sino en la estructura de validación externa que refuerza esa simulación. La confianza social en una titulación o una cualificación profesional no se construye solo desde la persona que la enuncia, sino también desde quienes la reproducen, la difunden o la aceptan sin verificación alguna. En este entramado de corresponsabilidades, los medios de comunicación, los partidos políticos, las empresas y las instituciones públicas y privadas ocupan un lugar central.
En el caso de los medios, resulta preocupante la falta de rigor en la comprobación de títulos académicos o cualificaciones profesionales. Personas sin la formación, cualificación o habilitación correspondiente son presentadas como “expertas”, “referentes” o “catedráticas”, sin que el medio haya contrastado la existencia real del título, su denominación oficial o su validez. Basta con un titular mal construido o una entrevista sin filtros para consolidar una falsa autoridad en el imaginario colectivo. Esto no solo erosiona el valor de quienes sí han cursado la formación requerida o han alcanzado el grado académico correspondiente, sino que pone en riesgo a la ciudadanía que puede seguir los consejos o valoraciones de alguien que no tiene competencia profesional para ofrecerlos.
Lo más llamativo es que en la mayoría de las profesiones tituladas y colegiadas, existe un censo público en los colegios profesionales donde verificar si alguien está efectivamente titulado y habilitado para ejercer. Consultarlo no requiere más que unos clics, pero ni los medios ni otras entidades parecen asumir esa mínima diligencia informativa. Lo mismo ocurre con los títulos de doctorado, cuya comprobación puede realizarse fácilmente a través de la base de datos TESEO, o con los nombramientos oficiales —como el de catedrático—, que se publican en el Boletín Oficial del Estado. Aun así, asistimos con frecuencia a la atribución gratuita de estos títulos sin el menor contraste, reforzando la falsa apariencia de prestigio.
Esta falta de verificación se extiende a los procesos de reclutamiento y contratación. Hay empresas, centros deportivos, academias privadas e incluso administraciones públicas que seleccionan a personas basándose en currículos no contrastados, dando por hecho que si alguien afirma tener una titulación, debe de ser cierto. A menudo se confía en un papel, una declaración o una autoadscripción profesional sin verificar con el colegio profesional correspondiente ni con la universidad emisora del título. Esto abre la puerta no solo al fraude, sino también a la prestación de servicios sin las garantías exigibles, con consecuencias directas sobre la calidad, la seguridad y los derechos de las personas usuarias.
El ámbito político no queda exento. La proliferación de currículos manipulados, hinchados o directamente falsos en las biografías públicas de representantes institucionales pone de manifiesto una cultura donde la apariencia de cualificación vale más que la cualificación misma. Pero la responsabilidad no es solo de quien miente: es también del partido que no verifica, de la institución que lo nombra, y de la ciudadanía que no accede a los mecanismos que tiene para comprobarlo.
Esta estructura de validación acrítica refleja un fallo sistémico, que no es solo informativo ni administrativo, sino profundamente cultural: hemos relegado el valor de la verdad acreditada y del conocimiento riguroso, en favor de una construcción pública de autoridad basada en el carisma, la notoriedad o el marketing personal.
Romper esta dinámica exige un cambio de enfoque: que los medios contrasten, que las instituciones comprueben, que las empresas verifiquen, y que la ciudadanía exija que se diga la verdad. El acceso a la información está garantizado por ley, y los colegios profesionales, como corporaciones de derecho público, son una de las mejores herramientas para garantizar esa transparencia en el ámbito profesional.
En este marco, también conviene recordar que tener experiencia, carisma o haber realizado múltiples formaciones no oficiales no basta para ejercer una profesión con responsabilidad. Esta percepción, muy arraigada en determinados ámbitos, omite que el ejercicio profesional ético y competente requiere una base formativa oficial y reconocida, a partir de la cual se articula luego el compromiso con la actualización. Es cierto que una titulación inicial no garantiza por sí sola el buen ejercicio profesional, pero esto no significa que pueda ser sustituida por formaciones informales. La formación permanente o el desarrollo profesional continuo (DPC) son pilares fundamentales del ejercicio responsable, pero solo pueden desplegarse legítimamente sobre una cualificación habilitante. El DPC no sustituye al título: lo prolonga, lo refuerza y lo somete a revisión continua. Quien nunca ha accedido por la vía reglada no puede legítimamente presentarse como profesional, por muy actualizados que estén sus conocimientos.
LA CIUDADANÍA COMO GARANTE ÚLTIMO DE LA VERACIDAD PROFESIONAL
En cualquier relación de servicios profesionales, la parte más vulnerable es siempre quien contrata o confía en la cualificación de otra persona para que actúe sobre su cuerpo, su salud, su educación o sus intereses jurídicos o patrimoniales. Por eso, el ordenamiento jurídico español —y el europeo— consagra una serie de derechos fundamentales en favor de las personas consumidoras y usuarias, entre ellos, el derecho a recibir información veraz, comprensible y contrastada sobre los servicios y sobre quien los presta.
La ciudadanía, sin embargo, no siempre está empoderada para verificar esta información. Muchos desconocen que las profesiones colegiadas —como la de educadoras y educadores físico deportivos— cuentan con censos públicos en sus colegios profesionales, accesibles desde cualquier dispositivo, que permiten saber si una persona está titulada y habilitada para ejercer legalmente. Esta posibilidad tan sencilla está infrautilizada. No por falta de acceso, sino por falta de cultura cívica en torno a la contratación profesional.
En este contexto, sería deseable que el propio sistema educativo incorporara de forma transversal —desde la educación secundaria— herramientas para que el alumnado aprenda a distinguir entre información validada y marketing personal, entre cualificación y apariencia, entre profesionalidad real y autoconstruida. Saber cómo comprobar la colegiación, cómo consultar TESEO o cómo identificar una titulación oficial no debería ser patrimonio de unas pocas personas expertas, sino parte del bagaje básico de toda persona usuaria o contratante de servicios.
El empoderamiento ciudadano es también una forma de justicia preventiva. Cuanto más capaz sea una sociedad de comprobar, exigir y denunciar los incumplimientos en la presentación pública de titulaciones, menos espacio habrá para el fraude, el intrusismo y la simulación. Y, a la inversa, cuanto más tolerante sea con los atajos, los silencios y las ambigüedades, más se debilita la seguridad jurídica de quienes actúan con responsabilidad, invierten años en formarse y se someten voluntariamente al régimen ético de una profesión colegiada.
La protección de las personas consumidoras no se garantiza solo desde la ley, sino también desde la cultura de la verificación. En este sentido, colegios profesionales, medios responsables e instituciones públicas tienen un papel pedagógico crucial, pero también la ciudadanía debe asumir que su confianza no puede basarse únicamente en la apariencia, sino en la comprobación activa de que quien presta un servicio profesional tiene derecho a hacerlo.
COLEGIOS PROFESIONALES: GARANTÍA PÚBLICA DE TÍTULO, HABILITACIÓN Y RESPONSABILIDAD
En un escenario de creciente desinformación, simulación y banalización de los títulos, los colegios profesionales constituyen un contrapeso estructural imprescindible. Lejos de ser corporaciones cerradas o gremiales, cumplen una función pública esencial: garantizar que las personas colegiadas poseen efectivamente el título oficial requerido, que están legalmente habilitadas para ejercer, y que se someten a un régimen deontológico y disciplinario que protege a la ciudadanía.
La Ley de Colegios Profesionales de 1974 lo deja claro desde su artículo primero: «son corporaciones de derecho público, amparadas por la Ley y reconocidas por el Estado, con personalidad jurídica propia y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines». Uno de esos fines es precisamente el control de acceso y ejercicio profesional, algo que solo es posible cuando la colegiación está vinculada al cumplimiento de requisitos legales objetivos, y no se convierte en una formalidad automática.
En virtud de su naturaleza jurídico-pública, los colegios pueden verificar la autenticidad de los títulos mediante comunicación directa con las Administraciones, algo que ninguna empresa privada o medio de comunicación puede hacer con la misma eficacia. Además, publican obligatoriamente censos colegiales accesibles a la ciudadanía, que permiten comprobar en tiempo real si una persona está colegiada y habilitada, algo crucial para la seguridad jurídica de las personas usuarias y consumidoras.
Pero la colegiación no garantiza únicamente que se posea un título, sino también que se cumplen las condiciones para ejercer. Esto incluye, en muchos casos, la ausencia de sanciones graves, el cumplimiento de los deberes deontológicos y, cuando así lo exige la regulación, la formación continua o el seguro de responsabilidad civil profesional. Es decir, la colegiación garantiza competencia, pero también responsabilidad y ética profesional, algo que no puede sustituirse con una mera titulación académica.
Resulta paradójico que, mientras algunas personas e instituciones reclaman con razón más control, transparencia y responsabilidad en las profesiones, se haya fomentado culturalmente el descrédito o la irrelevancia de los colegios profesionales, como si su función fuera corporativa en lugar de pública. Esta paradoja es especialmente dañina en profesiones que inciden directamente en derechos fundamentales como la salud, la educación, la seguridad o la integridad física, como es el caso de la profesión de las educadoras y educadores físico deportivos.
Si se quiere proteger a la ciudadanía frente a la suplantación, el intrusismo o la publicidad engañosa, no basta con reforzar las leyes: hay que reforzar también a las instituciones que las hacen efectivas. Los colegios profesionales no son obstáculos, sino aliados del interés general, y su existencia misma es una garantía democrática frente a quienes manipulan títulos o ejercen sin cumplir las condiciones legales.
RECUPERAR EL VALOR DE LA VERDAD PROFESIONAL: UNA RESPONSABILIDAD COMPARTIDA
El fenómeno de la simulación de títulos, las presentaciones ambiguas y la validación acrítica de la apariencia profesional no es anecdótico ni inofensivo: erosiona la confianza social, degrada el conocimiento, pone en riesgo a la ciudadanía y vulnera derechos. No estamos ante una simple “titulitis” ni ante vanidades individuales: hablamos de una patología cultural e institucional que favorece la opacidad, la impunidad y la desigualdad de condiciones entre quienes cumplen con las exigencias legales y quienes sortean los controles por vía del silencio, la ambigüedad o el respaldo mediático.
El desprestigio de la “academia” no ha venido de fuera, sino que ha sido alimentado internamente por la tolerancia ante quienes se apropian del prestigio académico sin haberlo alcanzado, y por la permisividad de las instituciones que, pudiendo verificar la veracidad de los títulos, no lo hacen. Esta falta de diligencia no solo es injusta para quienes se han formado con esfuerzo y rigor: también es peligrosa para quienes reciben servicios profesionales sin saber si quien los presta está realmente cualificado o habilitado.
Frente a esta realidad, los colegios profesionales pueden y deben ejercer un liderazgo proactivo. Como corporaciones de derecho público, tienen legitimidad y medios para ofrecer transparencia, para exigir veracidad, para denunciar la suplantación y para promover una cultura profesional basada en la competencia y la responsabilidad. Pero no pueden hacerlo solas.
Las administraciones públicas deben tomar en serio su deber de verificación al contratar o nombrar personas para cargos públicos o puestos profesionales. Los medios de comunicación tienen la obligación de comprobar las credenciales que atribuyen a quienes presentan como referentes. Las empresas no pueden seguir validando perfiles por la vía del “currículum declarado” sin cotejar los títulos, especialmente en sectores que inciden sobre derechos fundamentales. Y, sobre todo, la ciudadanía debe ser consciente de que tiene el derecho y el deber de exigir profesionalidad real, no de buena fe ni de apariencia.
Es necesario impulsar también cambios culturales y educativos. La alfabetización mediática debe incluir nociones básicas de verificación de títulos y cualificaciones. La cultura del mérito no puede confundirse con la cultura del marketing. Saber distinguir entre una cualificación acreditada y una impostura es una competencia cívica tan necesaria como saber interpretar un contrato o ejercer el voto con criterio.
Todas y todos tenemos la responsabilidad de contribuir a esa cultura. Porque la profesión de las educadoras y educadores físico deportivos no es una etiqueta autoasignable, sino una cualificación universitaria exigente, con un compromiso de servicio público, con un código deontológico claro y con responsabilidad hacia quienes confían en ella. Y porque decir la verdad sobre lo que se es y lo que se ha estudiado no es una virtud: es un deber jurídico, ético y social.
Cuantas más personas estemos colegiadas, más se escucharán nuestras voces.
Es tu responsabilidad, es tu compromiso con la profesión y la sociedad.
Si todavía no te has colegiado, puedes hacerlo de forma fácil y sencilla a través de la
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